No es el caso el ponerme a hacer en este momento una crítica literaria ni un análisis de los textos de Agustina González y Romero, “La Perejila”. Mi propósito es otro. Lo que quiero es hablarles de lo que me sugirió la lectura de algunos de sus poemas; qué sentí al volver una y otra vez sobre determinados versos salidos de su atormentada cabeza y qué pensé al leerlos y adentrarme en el contexto social que ella vivió y que de alguna manera la obligó a sentir y a componer como lo hizo.
“La Perejila”: Poeta de sátira, denuncia y mala lengua
Aguda, hiriente, sin temor a las palabras y a lo que ellas significan, esta mujer dejó a su paso algo más que cancioncillas o epigramas que el pueblo todavía recita, canta y transmite de padres a hijos entre risas y codazos de regocijo. Algunas veces he oído recitar sus poemas como si los versos formaran parte de la tradición popular. Quien lo hacía no mencionaba a su autora ni indicaba la procedencia de esos versos; pero el público se reía ante la certeza de que quien los había compuesto había dado en la diana e, incluso, de que quien los repetía volvía, una vez más, a herir a un personaje que respondía a las características que en la copla se cantaban.
Un pájaro con cien plumas,
no se puede mantener.
Un escribano con una,
mantiene casa, mujer
y puta, si tiene alguna.
Descubrir a la autora de esos versos; saber que aquellos poemas ⎯recitados o cantados según la ocasión y el intérprete⎯ tenían no sólo un público devoto sino una dueña perspicaz e inteligente, me llenaron de satisfacción, pues realmente es extraño encontrar entre los poetas quienes sean capaces de denunciar, abiertamente y a base de rimas, vicios y corrupciones de sus conciudadanos y de los poderes que los gobiernan. Saber de ella después, de sus pasos y quebrantos en una sociedad y en una época históricamente muy concreta, más satisfacción aún, porque podía ponerle un rostro a aquellos poemas; podía darles un nombre y, sobre todo, podía conocer a quien los había compuesto contra viento y marea. Se llamaba Agustina González y Romero, por sobrenombre “La Perejila”.
Rara vez aparecen estas autoras de sátiras, epigramas y cantares en las listas que las instituciones o los académicos instauran en las universidades y en los centros de cultura cuando tratan de la poesía del siglo XVIII o del XIX; antes bien, casi todas han sido borradas del canon porque su lengua ha destilado demasiada mala baba y demasiadas palabras malsonantes contra esas mismas instituciones y las familias que las nutren. Y si alguna de ellas ha sido rescatada con éxito es porque la mayoría de los temas de que trata su poesía son considerados, social o académicamente, correctos. Los claustros universitarios españoles de finales del siglo XIX no estaban para cantares de ciego o sórdidas coplillas populares y menos aún si el ingenio tenía nombre de mujer y, encima, la compositora se dedicaba a citar con frecuencia términos como pedo o culo; o a llamar, simplemente, putas a las hijas de conocidos gentilhombres de la ciudad donde vivía.
Las «perejilas» han estado siempre de más en nuestra literatura por muy quevedianas que sean sus rimas. Pero alguna vez sucede que el pueblo ejerce la presión adecuada y la memoria colectiva devuelve a cada cual al sitio que le corresponde. Los personajes de la calle son arrebatados de la calle y entregados a la historia y la historia los restituye de nuevo, convenientemente galardonados y enriquecidos, al lugar que se les debe. Y este es el caso de «La Perejila» ⎯poeta, poetisa, bardina o bardesa, da igual⎯ que nos dejó una forma diferente de contar en verso los acontecimientos, los modos de vivir, de amar y de morir de sus contemporáneos. Nos dejó un documento histórico y social que revela las costumbres y los vicios de una ciudad; y nos dejó un álbum de fotografías ⎯de radiografías más bien⎯ de sus paisanos. La lectura de sus poemas nos conduce a pensar que detrás de unas cualidades poéticas extraordinarias para la improvisación y la rima, hay toda una postura de rebeldía cultural y social que la colocan ⎯guste o no guste verla en esa lista⎯ entre aquellas mujeres de finales del siglo XIX que tanto ayudaron a la liberación de las de su género en determinados círculos sociales de Canarias donde no estaba bien visto que ellas opinaran, hablaran o pensaran por su cuenta. “La Perejila” se atrevió a todo eso y a más. Fue una mujer adelantada para su tiempo. Una mujer crítica con la sociedad que le había tocado vivir, con opiniones propias y con una conciencia no muy clara de cual era el papel que le había tocado representar en un momento en que no estaba bien visto que una mujer tuviera criterio alguno. El tiempo le ha dado la razón, aunque ella muriera sin saberlo.
Entre el porte señorial y el vocabulario soez de “La Perejila”
Muchos han oído hablar de ella a sus abuelos o han visto su imagen reproducida en figuras de cerámica. Hay quienes la recuerdan en sus últimos años paseando por las calles de Vegueta en la ciudad de Las Palmas. Los comentaristas sociales la retratan como una vieja de aspecto extravagante y la citan como uno de los personajes obligados en sus crónicas: «…. deambula por calles y plazas luciendo su manto de blondas, su clarín de sifón, sus grandes gafas ahumadas, su bastón, sus anchísimas enaguas de beatilla negra o canela…»
Nosotros podemos imaginarnos a esta mujer, ya de cierta edad y vestida al mismo tiempo de manera elegante por su forma de llevar mantillas y tocados y, al mismo tiempo, esperpéntica por el desuso de algunas de las prendas que se echa encima y que convierten su paseo por las calles del barrio antiguo de la ciudad en un acontecimiento; como una especie de institución errante, mitad severa, mitad cómica, que impulsa a la gente a volverse a su paso y a que muchos la tengan por loca o por excéntrica. El contraste entre su porte señorial y el vocabulario soez y ordinario del que hace gala, la convierten en una figura estrafalaria e inevitable de la vieja ciudad. A esta extraña figura habría que añadirle unos toques más como el que siempre fuera acompañada de unas gafas de cristal oscuro y un bastón que usaba para no tropezarse en el empedrado de las calles pues padecía una ceguera causada por una operación de cataratas que no dejó le cicatrizara debidamente. Parece ser ⎯según contaban quienes la conocían de otros tiempos o afirmaban conocerla⎯ que las curas que le hacían después de la operación le importunaban de tal manera que ella misma se arrancó las vendas de los ojos antes del tiempo recomendado por los médicos; acto que le provocó no sólo la ceguera, sino el que se le acrecentaran los malos humores.
Fuera cierto lo que contaran sobre su ceguera o formara parte de la leyenda urbana de esta mujer, enigmática y peculiar tanto por el porte como por la conducta, lo cierto es que acostumbraba ir con el bastón dando golpes a un lado y a otro de la calle y aporreando rítmicamente las paredes y las piedras de la acera y, en ocasiones lo levantaba contra la chiquillería que corría detrás de ella repitiendo su nombre «Perejila…Perejila…» cosa que las muchachas jóvenes o los niños hacían con frecuencia para buscarle la lengua. Al oírse llamar de esa manera, se revolvía y daba palos al aire o sobre las costillas del que se le pusiera por delante al tiempo que recitaba las coplas que se le venían a la cabeza. Cualquier motivo era suficiente para hacerle componer sobre la marcha las rimas más divertidas y feroces, recitarlas en el momento oportuno a la cara de quienes provocaban su ira, o cantarlas acompañada de la guitarra fuera donde fuera y si la ocasión o los oyentes lo requerían. Muchas de sus improvisaciones han quedado en el olvido o en la memoria de aquellos a quienes iban dirigidas; otras fueron borradas directamente del mapa después de que las oyeran quienes luego no han querido recordarlas; otras, las menos, se salvaron y llegaron a nosotros gracias a la recopilación y divulgación que de algunas de ellas hicieran amigos o admiradores de la voracidad satírica o escatológica de “La Perejila”. La mayoría de sus poemas y coplas se han perdido para siempre o han quedado confundidas en el anonimato del folclore popular.
Una buena parte de las composiciones fueron recopiladas por Juan Padilla y Padilla en vida de su autora; el resto las recoge de la tradición oral quien fuera su editor y prologuista en 1947, Néstor Álamo. En 2002, la editorial Idea incluyó el volumen Poesía satírica y burlesca, Agustina González y Romero La Perejila, dentro de su colección de obras de escritoras canarias Volcado silencio. En esta ocasión no se incluyó el estudio previo de Néstor sobre la escritora, su obra y su época. En la misma colección apareció en 2004 Perfiles de mujer, que incluía una semblanza de la autora debida a Alfonso González Jerez. Aquella primera publicación hecha gracias al apoyo de Juan Rodríguez Doreste, alcalde de la ciudad de Las Palmas en esos años y a quien Néstor Álamo, encargado de la primera edición, el prólogo y las notas, dedica la obra entusiasmado y agradecido por la justicia que se le hace a esta mujer que es, según sus palabras, «uno de los más extraordinarios temperamentos producidos por las islas».
Las notas históricas y sociológicas introducidas en esa primera edición hacen del prólogo una joya antropológica que nos sitúa perfectamente en el ambiente social y literario de la ciudad en que vivió Agustina González. Gracias a los datos que nos aporta Néstor Álamo en esa extensa introducción a la obra de “La Perejila” sabemos de ella hoy mucho más de lo que probablemente llegaron a saber sus coetáneos. Al investigar el personaje, el editor reconstruye un árbol genealógico tan completo que nos remonta al tatarabuelo de la poetisa y a la relación familiar que esta tuvo con clérigos, hombres ilustrados y personajes de la vida social y política de las islas. Por él sabemos que de familia le viene la gracia y el talento a Agustina para reírse del mundo. De su tatarabuelo, don Isidoro Romero, el viejo, la chispa y la facilidad para contar chistes; de Antonio Romero y Vibero del Toro, su bisabuelo, la agudeza; de los dos juntos, la capacidad para dar una respuesta rápida y violenta; y de su abuelo, Isidoro Romero y Ceballos, hijo del anterior, la capacidad de observación y grandes dotes para la escritura. Su madre, Francisca Romero y Magdaleno, era hija de Isidoro Romero Ceballos y Josefa Magdaleno que procedía de una familia acomodada de Fuerteventura. Su padre, Manuel González y González, era hijo de Miguel González y María del Rosario González, naturales de Santa Cruz de Tenerife. De la boda de Isidoro Romero con Josefa Magdaleno nacerán once hijos y entre ellos Pablo (Las Palmas, 1777), Mariano (Las Palmas, 1783) y Francisca de Borja Agustina (Las Palmas 1787), madre de nuestra poetisa. Un hijo de Pablo, José, contraerá matrimonio con María Dolores Palomino y serán los padres de Pablo, Pedro y Mariano Romero y Palomino (Las Palmas, 1830), sobrinos-primos y adversarios, en lo familiar y en lo poético, de Agustina que descargó sobre ellos buena parte de su creatividad. Sus versos, agrios y certeros, se clavaron principalmente en esta parentela.
El apodo de “La Perejila”, le venía del padre, pero realmente se lo debía a la madre. Cuentan que Isidoro Romero, el abuelo materno, padre quisquilloso y asustado por los coqueteos de las hijas, no permitía galanteos con ellas por creer que todos los pretendientes que se les acercaban podrían parecerse a él y tener sus mismas artes para la conquista de las mujeres en las que él había sido un experto. Por esa razón, las hijas decidieron poner nombres de plantas a los galanes y por medio de ese sistema, ya de por sí bastante literario dentro de lo cotidiano, eligieron las más cercanas a su mundo y a sus conocimientos como eran las hierbas medicinales o las de uso culinario. Las doncellas les avisaban de la llegada de sus pretendientes utilizando la clave. Así, cuando era Manuel al que le tocaba cortejar a Francisca de Borja, la doncella decía: «por ahí pasa perejil». Y con «perejil» se quedó Manuel González y toda su descendencia y así llegó hasta nuestros días arrastrado por la popularidad de su hija.
Agustina González y Romero nace en el año 1820 en Las Palmas de Gran Canaria. Estudió en San Martín, un colegio de pago de las Hermanas de la Caridad a donde iban a estudiar las niñas bien de Gran Canaria y donde aprendían a bordar en oro el típico realce, a confeccionar mantillas de encaje y a embellecerse con afeites, pinturas y peinados estrafalarios. Posiblemente no aprendió mucho más y lo más probable es que aguantara poco tiempo allí dentro porque a ella lo que realmente le gustaba eran la guitarra y el canto. Y es casi seguro que se educara musicalmente fuera del colegio y que lo hiciera de manera autodidacta o de manos de algún buen tocador de la isla. Todo lo demás: la literatura, el arte, y la extensa cultura general que poseía y con la que dejaba boquiabiertos a más de uno, lo aprendió a través de las innumerables lecturas que hizo a lo largo de su vida, ya que fue una lectora insaciable que devoraba todo lo que caía en sus manos mientras la vista se lo permitió y aún después, que dicen quienes la conocieron que le gustaba mucho oír a los demás leer en voz alta libros de poesía y novelas. La educación familiar y las innumerables lecturas le dieron la formación que tenía. Ese gran caudal de conocimientos del mundo y de los otros, unido a una gran intuición y a un enorme sentido del ritmo y la armonía, la empujaron a crearse una imagen romántica del mundo. Esa imagen poética del universo como una meta posible pero claramente inalcanzable, producía en el ánimo de Agustina tal zozobra que acabó por confundir su cabeza y sus emociones y ayudó aún más a que se aislara del resto de la sociedad.
A esta percepción de un ideal imposible de alcanzar habría que añadirle una idea bastante feroz del universo que la rodeaba y una visión totalmente inhumana, incluso para ella misma, de la sociedad que le había caído en suerte; un punto de vista que era una consecuencia, sin más, de esa apreciación romántica anterior que la llevaba a concebir un mundo que no se parecía en nada al que le había tocado vivir. En sus sátiras contra sus parientes Pablo Romero y Palomino, Mariano Romero y Magdaleno y Mariano Romero y Palomino, están reflejadas las críticas más furibundas contra una sociedad hipócrita y pacata que vive de cara a la galería y contra los ciudadanos que ejercitan las buenas costumbres pendientes del qué dirán y que viven constantemente vueltos hacia el exterior pero que dentro de sus casas o en el fondo de sus despachos y sacristías tienen una moral más que dudosa. Todos ellos forman parte de su galería de retratos más esperpénticos: justicia deshonesta, iglesia que confiesa y perdona a sus feligreses los mismos pecados que ella comete y oculta, maridos engañados, políticos corruptos, etc., son sus dianas preferidas.
¿Los partidos? ¡Mentira!, ya no existen;
cada cual atiende a su interés;
y si a sus aspiraciones se resisten…
en el otro partido están después.Porque es grande en Canaria la manía
que siguen todos estos diputados;
su prole y sus parciales, en un día,
han de quedar al punto colocados.
Sus arrebatos líricos van dirigidos contra conocidos ciudadanos, jueces, clérigos, alguaciles y escribanos. Contra ellos compone sus epigramas más duros y sus sátiras más crueles utilizando para ello palabras tan fuera de “tono” en una dama, que sus recopiladores e incluso sus editores no se atrevieron a reproducirlas al pie de la letra.
Calle de San Agustín,
Siempre llena de disputas,
¿cómo albergas tantas p…
desde el principio hasta el fín? (sic.)
Quién es “La Perejila”: Agustina González Romero
Agustina Gonzáles comienza a producir sin tapujos hacia 1868 cerca ya de los cincuenta años. Para esas fechas, ya había roto con su familia que la tiene dada de lado y con su hermanastro, Manuel, para el que ella había sido como una madre y que, al ver las consecuencias sociales que la lengua venenosa de Agustina le puede ocasionar, le da la espalda. La alta burguesía de Las Palmas, aliada con los familiares y la gente de la calle que no soporta las rimas que “La Perejila” compone para burlarse también de ellos y de sus hijos, lanza sobre ella todo tipo de comentarios y especulaciones. La maledicencia se ceba sobre esta mujer que se había atrevido con todos. Los poemas dedicados a muchachas que Agustina pareció querer especialmente; elegías destinadas a cantar las virtudes y la hermosura de alguna de ellas y los sentimientos que su bondad o su belleza hicieran brotar en su corazón, tan aparentemente reseco, fueron utilizados como prueba de sus inclinaciones amorosas.
Barquilla soy, ángel mío,
azotada por el viento
en medio de un mar bravío
sin esperar salvamento.
“La Perejila” no oculta sus sentimientos y los expone abiertamente en muchos poemas, sobre todo en aquellos de carácter más lírico, lo que hace que las buenas gentes discurran sobre sus sentimientos y sus posibles relaciones amorosas. Relaciones que la sociedad condena rápidamente por considerarlas poco ortodoxas y que, de alguna manera, la estigmatizan y aíslan cada vez más. Pero Agustina no retrocede ante sus deseos amorosos. Lo dice y con ello se enfrenta más aún con la sociedad.
Sólo para mí, Isabel,
vas acopiando el veneno
que gota a gota en mi seno
derramando estás, cruel.
Su soltería, su soledad, y su especial encono a la hora de enfrentarse literariamente con los hombres de la familia y de fuera de ella, hacen que su fama de mujer corrosiva desvirtúe otras facetas de su personalidad poética: su delicadeza de espíritu, su gran sensibilidad y una extensa cultura que le permite narrar y citar con prudencia a clásicos y modernos; rasgos que han quedado reflejados no sólo en los poemas amorosos sino en otros de carácter religioso o histórico. Entre las muchas conclusiones que uno saca al leer entre líneas los poemas de «La Perejila» está el darse cuenta de que detrás del vocabulario agresivo de esta escritora se esconde la desesperación de una mujer llena de ternura que no ha encontrado el modo ni la manera de poder entregar a alguien ese caudal de emociones y de sentimientos; que hay en ella una enorme capacidad de predicción y una más que escandalosa visión de futuro. Habría que preguntarse cómo pudo sobrevivir en aquella sociedad mal intencionada una mujer como ella.
Habría que preguntarse, en definitiva, cómo pudo sobrevivir en una sociedad en la que una mujer no podía expresar abiertamente sus emociones y sus sentimientos sobre todo si no eran los aceptados por la sociedad. Esta mujer apasionada que llegó a ser acusada no sólo de mantener relaciones amorosas con otras damas de la ciudad sino también de darse a la bebida en sus ratos de amargura y soledad, es, en verdad, un personaje romántico que se debate entre la bohemia y la alta burguesía de una ciudad de provincias aprisionada por los convencionalismos. Y la respuesta a muchas dudas y sospechas sobre su verdadero carácter están en su obra, en ese fondo de amargura que late en su poesía sobre todo cuando deja salir sus sentimientos sin cubrirlos de ironía o de mala sangre, evidentes puertas abiertas a la desesperación. Hay en ella tres personas distintas, tres mujeres en una que componen la imagen definitiva de Agustina González Romero.
Una es la poetisa de ideas puras:
Voló tu alma al ancho firmamento,
perfume suave que el aura evaporó,
flor de una sola tarde que arrancó
el huracán, con ímpetu violento.Meteoro brillante, que un momento
el éter y la tierra iluminó.
Tu cuerpo, ¡oh Carmen!, inerte se quedó
y en un suspiro se elevó tu aliento.Dichosa tú mil veces, que triunfante
abandonas fugaces ilusiones
y ante el trono de Dios, hermosa y pura,convertida tu alma en nube errante
preferiste habitar otras regiones
de cánticos de paz y de ventura.
Otra es la irónica:
Ya no se llama Canaria,
que la han puesto, por clamor,
la Gran Isla Barataria
y un Sancho, gobernador.Si pierdes, Pablo, ahora la ocasión
y a la ciudad no vienes sin tardanza,
de seguro te quedas sin turrón
que mandando está al pueblo Sancho Panza.
Y otra la escatológica y demoledora.
A Magdalena, la hermosa,
un “viento” se le escapó
y Serafín preguntó:
⎯¿Qué fué eso, Magdalena?
⎯¡Ay Serafín, no lo sé;
un aire fétido fué
de las regiones mierderas,
que como son tan ligeras
se me escapó para usté… (sic)
Estas dos últimas son las que el público prefiere. Sobre todo la poesía escatológica que Agustina cultiva a placer, le permite desbocarse a gusto y decir lo que piensa sin miramientos. La Agustina dolorida y desgarradora a quien le pesa demasiado su soledad y su desesperanza, es una desconocida para muchos, y cuando aparece en escasas ocasiones, su público la rechaza. Ella sabe muy bien de qué pie cojean sus vecinos, y ese conocimiento de las gentes que ella imita en el lenguaje y en las críticas a personajes del poder público ⎯tanto del clero como de la alta burguesía, dos estamentos que ella conoce a la perfección⎯ es lo que la hace ser tan de la calle, tan cercana a las voces del pueblo. Experta en el epigrama, cultiva este género por ser tan cercano a lo popular. Su lenguaje jocoso da siempre en el clavo. Sus improvisaciones se hicieron tan famosas que esa misma fama empujaba a la gente a molestarla para buscarle la lengua y así oírselas decir o cantar. Sus décimas eran a veces tan divertidas que el público se alborozaba con ellas aún a sabiendas de que acabarían siendo como aguijones feroces.
Durante los últimos años de su vida Agustina se traslada una y otra vez de domicilio; a veces por no tener con qué pagar el alquiler, otras por huir de los rumores que cada vez la cogen más y más cansada. Sus familiares la rechazan y la sociedad la teme y la repudia al mismo tiempo. La ceguera y la ruina a la que le había conducido la familia arrebatándole tierras y patrimonio han agriado aún más su personalidad.
Los problemas económicos y familiares unidos a los suyos personales, han acabado minando poco a poco su salud y su espíritu. “La Perejila”, no obstante, sigue dando guerra a propios y extraños. El miedo y la zozobra que provocan sus críticas aumentan el rechazo. Vive con su hermana, Carmen, que tiene la cabeza completamente ida y que es parte del mundo de charanga y pandereta de Las Palmas de los años setenta. Las señoritas “bien” se divierten disfrazándola y paseándola por iglesias y saraos mientras buscan la lengua de Agustina para oírle decir obscenidades o, simplemente, palabras malsonantes que ellas no se atreverían jamás a pronunciar en voz alta. Las dos hermanas viven en el número 18 de la calle San Francisco y luego se trasladan a la calle de San Agustín, a la del Espíritu Santo, a la de Los Reyes y a San Roque, sucesivamente. Eligen siempre habitaciones de alquiler para señoras o señoritas de buena familia venidas a menos.
A partir de la fecha de su instalación en la calle de San Roque, ya en los últimos años de su vida y desligada completamente de los únicos lazos familiares que podían contenerla de alguna manera, Agustina dará rienda suelta a sus epigramas más duros y suculentos, compondrá sus poemas más corrosivos y se convertirá en una verdadera cruz para sus contemporáneos y para su familia que seguirá sufriendo las consecuencias de su lengua venenosa y certera. Con ella se produce la gran paradoja social: una mujer de familia acomodada y de apellidos reconocidos entre la burguesía isleña, pasea por la vieja ciudad con aires de gran dama mientras de su boca salen pestes y culebras. Admirada y odiada, su fama y su figura la convierten en un personaje público. Su fama llegó a ser tanta que, todavía viva, su imagen de gafas ahumadas, anchas enaguas de color negro, un manto de blondas cubriéndole la cabeza y un bastón en la mano derecha, comienza a reproducirse en los nacimientos navideños en barro o en cera.
Muere en 1897 en el Asilo de Los Desamparados, a los 78 años y a manos de la caridad pública. Son las dos de la tarde de un cuatro de diciembre. Muere pobre y olvidada. Días más tarde, los nacimientos de la ciudad colocan su figura de gran dama cargada de enaguas y mantillas, en primera fila, delante mismo del portal de Belén.