Amada Elsa, amada La Palma

La primera vez que acudí al Festival Hispanoamericano de Escritores en Los Llanos de Aridane distinguieron a Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943) como Hija Adoptiva de La Palma. La noche de aquel viernes coronaba una semana intensa de encuentros y lecturas en el Parque Antonio Gómez Felipe (Parque de los Monos, para los nativos) y, de pronto, el aire tibio que desmelenaba las palmeras se congeló en las palabras de Elsa, la voz declamadora más hermosa del mundo, que unió los caminos de la isla, la literatura y la vida en un mismo principio: “Una no es sólo de donde nace ni de donde es su origen: una es también del lugar que escoge para ser lo que es”.

Cuando el viento estremece las ramas de las acacias

y siento que es ya otro tiempo,

y abro en las esquinas la puerta de la sombra,

y mi pecho se inunda de bruma,

y recuerdo que hay entre encinas lúgubres

los primeros restos de escarcha,

yo vuelvo a La Palma.

Apenas se escuchaba el murmullo de los coches por la Carretera General de Puerto Naos, la misma que conduce a la casa de mi abuela, y entonces pensé que los caminos de ida y vuelta que entretejen nuestro mapa vital siempre alojan algo inmutable, no sé si ligado a los territorios, a los rostros o a las ideas, pero que quizás sea la definición más aproximada de quiénes somos. Siempre he concebido la relación de Elsa López con La Palma casi como una metonimia, que me ha permitido releer los paisajes de los inviernos y veranos de mi infancia en sus poemas: «El reborde de espuma rizado de gaviotas / Los volcanes al sur, al norte los barrancos / La palma de su mano abierta bajo el cielo / en forma de caldera». La primera vez que vi a Elsa López, con su larga cabellera plateada y su mirada serena, descendía por la Calle Real de Los Llanos hacia La Plaza, la misma donde los viernes compramos marquesotes y almendrados a las monjas, y donde mi abuela retiraba la piedra que pisa las esquelas repartidas por los bancos para otear la edad de los difuntos: «Mira, a este le voy ganando». Entonces pensaba en lo lejos que ha volado Elsa desde el mundo chico que fue La Palma a la edad en que se cosió las alas contra los barrotes del franquismo: narradora y poeta, catedrática, filósofa y docente, editora y gestora cultural, investigadora y antropóloga; al frente de numerosos proyectos de índole cultural, como la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid (1987-88), la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (2002-2006), el Ateneo de La Laguna (2011-2013) o, actualmente, directora de Ediciones La Palma, que fundó en 1989 y abrió desde entonces una ventana universal al panorama literario de las islas. Y es que Elsa se lee a sí misma, sobre todo, en la literatura y en La Palma, toda vez que, como ha manifestado en tantas ocasiones: «La literatura es una consecuencia de mi amor por la isla». 

 

Realmente, yo fui concebida en esta isla

Si volvemos al principio, Elsa López no nació en La Palma y, sin embargo, comenzó a existir antes en ella. La abogada e investigadora María Victoria Hernández, cronista oficial de Los Llanos de Aridane, desempolvó una nota social del Diario de Avisos, fechada el 23 de agosto de 1942, que rezaba: «Viajeros: Ha marchado a Santa Isabel de Fernando Poo el farmacéutico botánico de la Dirección de Agricultura de la Guinea Española, Don Manuel López Gómez Moreno, acompañado de su joven señora esposa, Doña Amada Elsa Rodríguez Álvarez, nuestro deseo de buen viaje». Así lo relató Elsa aquella noche de septiembre de 2020 para inaugurar su discurso: «Yo nací el 17 de enero de 1943, lo que quiere decir que mi madre salió embarazada de La Palma de aproximadamente cuatro meses. Ustedes me nombran como hija adoptiva pero, realmente, yo fui concebida en esta isla, concretamente, en una casita de San Antonio».

Sus primeros cinco años de vida transcurrieron en el continente africano hasta 1955, año en que su familia regresó a La Palma. Para entonces, Elsa ya había aprendido a leer a través de los pájaros pintados en las cajas de fósforos, que su madre le animaba a memorizar y repetir en voz alta para inculcarle «el valor de palabra y del nombre de las cosas». Apenas unas décadas después inauguró su propio vuelo con rumbo a Madrid, donde estudió Bachillerato y, después, se licenció en Filosofía y Letras (que después cristalizaría en el doctorado y en la cátedra). Entonces corrían los años 60 y Elsa se abrió paso en la realidad represiva de la dictadura en el kilómetro cero cuando ni siquiera Renfe autorizaba el acceso de las mujeres, sin permiso marital, a sus estaciones. «Si yo luché en los años 60 por ocupar un lugar físico en la sociedad fue a costa de ir a un banco y que me negaran un dinero por no llevar la autorización de un marido. Y montarles una bronca, claro», narró en una entrevista que realicé para La Provincia en 2019.

 

La independencia y las uñas de rojo de Elsa López

Su primer trabajo en Madrid consistió en pegar sellos en la Puerta de Alcalá, «donde descubrí que la independencia me permitía pintarme las uñas de rojo». En 1973, publicó su primer poemario, El viento y las adelfas, que presentó en el Teatro Chico de Santa Cruz de La Palma, con los escritores Juan Fierro, Elías Santos, Juan José Gómez y Luis Cobiella sentados en el primer palco. «Cuatro caballeros andantes, cuatro escuderos que, con aquel gesto querían simbolizar públicamente que estaban a mi lado; que me protegían y adoptaban de alguna manera», evoca Elsa, que aquel año inauguró una de las trayectorias poéticas más sólidas e internacionales del parnaso de las islas, con títulos como Del amor imperfecto (Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, 1987), La Fajana Oscura (Premio Internacional de Poesía Rosa de Damasco, 1989) o Mar de amores (XII Premio Nacional de Poesía José Hierro, 2001). Y aunque en sus comienzos apenas despuntaban escritoras visibles en España -en la penumbra, hubo legiones-, Elsa incorporó a su vuelo libre los múltiples senderos que conforman esa amplia constelación híbrida y diversa donde, además, entrecruza muchas de sus obsesiones enraizadas en La Palma, como las supersticiones, el mundo rural o la brujería. Su obra poética figura en numerosísimas antologías y publicaciones colectivas nacionales e internacionales de diversa índole que, a su vez, ha sido traducida al árabe, francés, inglés, italiano, neerlandés y portugués, a lo que se suma una amplia nómina de premios y reconocimientos a lo largo de su vida. 

Uno de sus primeros poemas, incluido en aquel poemario primigenio, El viento y las adelfas, de 1973, sigue así:

Cuando el humo de los tugurios me araña los ojos

y de los labios se me deslizan comisuras blancas,

y hay espuma en mis sienes,

y el olor del asfalto se me pega como un sudario a la nuca,

y recuerdo que agazapados en sus cubiles

hay hombres que no conocen el mar,

yo vuelvo a La Palma.

Y Elsa López regresó a La Palma, donde reside desde hace muchos años y a la que hoy se agarra «como una enredadera a un tronco». «Me fui y volví. Siempre volvía. Me he ido y he vuelto siempre. Yo lo elegí así, y así lo quise. (…) Elegí estudiar, elegí escribir, y elegí amar en esta isla desde ella y en ella. Y ahora, en los últimos tramos de mi vida, he elegido ser la misma que fui hace 72 años cuando llegué a ella por primera vez, con sólo cinco años. Y vuelvo a caminar por esa cuesta que es parte de mi alma. Y vuelvo a sentirme feliz al lado de esas personas que la habitan o la habitaron un día: mi familia, Andreína, Lola Guardia, Paulina… Mujeres de mi madre, mujeres de mi infancia, mujeres mías ya para siempre».
 

Las mujeres de la infancia de Elsa López

Sin embargo, para referirse a sus espejos, Elsa prefiere hablar de raíces afectivas, más que de territorios o paisajes. Y entonces la poeta vuelve a esas mujeres de su infancia: a su madre, a su abuela, a la rama materna de una familia de campesinos procedente de Garafía, en el norte de La Palma, con un pasado de migraciones y esfuerzos denodados por salir adelante contra el hambre. Cuenta Elsa que su madre le dio “el criterio, la educación, las ganas de luchar, la fortaleza”. En su juventud la rebautizaron como Elsa la insumergible o la corcho, «porque si me empujaban pa’ abajo, me subía otra vez: esa era mi actitud en todo, no solo en la literatura, sino en la vida», y hoy defiende que «yo he trabajado a lo largo de toda mi vida como una hormiguita, porque si hay algo que siempre reivindico es el trabajo como constancia». 

Entonces, como inevitable océano, leo en su relato mi propia historia y la de mi madre, de Tazacorte, que siempre me animó y espoleó para que estudiara, leyera y escribiera, como hizo a su vez mi abuela para que ella estudiase Medicina en los años 70. Pienso en todas las madres palmeras como pinos canarios de piel ignífuga que jalonan la ruta de los volcanes y que cultivan la tierra sembrada con sus manos. Y leo la historia de todas las mujeres en la historia de Elsa buscándose en las estrellas y misterios de la isla de La Palma, en sus caminos y cuestas como las barrancas de Luvina por donde suben los sueños, como escribió Rulfo, y aunque, a veces, la piedra de Sísifo ruede cuesta abajo hasta las faldas de la desesperanza, Elsa y miles de mujeres siguen enfilando el camino porque, como dice uno de sus versos, «no he renunciado ni al amor, ni a la herida».

Amada Elsa, Amada La Palma, la una existe y acontece en la otra, como las mujeres que nos leemos y nos entendemos mejor en las historias de otras mujeres, como cuando yo leo y escucho a Elsa, y entiendo mejor la forma de mis alas y de mis raíces, y de mis piedras y de mis sueños. Y vuelvo a La Palma. 

 

Bibliografía: