El Barranco, de Nivaria Tejera
“El Barranco» llegó a mis manos con un coche en marcha. Fue un año antes de los aplausos a las siete de la tarde, cuando una buena amiga llamada Estrella se alongó por la ventanilla y estiró el brazo pa dármelo en las manos. “Ya te contaré tú leetelo bueno me voy que me multan” y arrancó. Yo me quedé parada en la acera, con aquel libro en las manos escrito por una tal Nivaria Tejera. No se me pasó por la cabeza que tenía en mis manos una de las novelas que probablemente más me marcarían. Pero eso no lo supe hasta mucho después porque sinceramente no le presté mayor atención, lo metí en el bolso y tiré pal bar donde me esperaban. Y una vez en casa lo puse en la pila de títulos que tengo pendientes y que un día de estos va a llegar al techo. Allí estuvo durante doce meses hasta que pum “atención atención emergencia sanitaria” tres veces al día durante las cuatro primeras semanas de confinamiento. Ya tenía fichado al coche del ayuntamiento y el recorrido que hacía con su megafonía. Lo tenía todo fichado: al venezolano que cantaba Camilo Sesto y Alejandro Fernández, a la que pintaba bodegones con pincel de un pelo, a la que paseaba sus huskys cada hora y media y al vecino que tenía una pistola de balines y todas las bolitas naranjas caían en mi azotea. No me gustaba escucharlo cuando se ponía a hacerlo. Me daba intranquilidad oír disparos aunque supiera que eran bolitas naranjas. Y en ese estado de intranquilidad y aburrimiento me dio por leer. Y leí “El Barranco”.
El descubrimiento de Nivaria Tejera en la “guerra invisible”
Antes de empezarlo busqué en internet quién era la autora y entonces me enteré de que Nivaria Tejera fue una escritora cubano-canaria, nacida en 1929 en Cienfuegos (Cuba) y que vino a vivir a Tenerife, concretamente a La Laguna, siendo apenas una niña. También supe, en sus reseñas biográficas disponibles en distintos artículos y páginas, que una vez estalló la Guerra Civil su papá, Saturnino Tejera, fue detenido y encarcelado por sus ideales lejanos a los del bando franquista, hasta 1944. Este hecho se remarcaba como un suceso fundamental no solo en la vida de la escritora, que tuvo que volver a Cuba tras la liberación de su padre a modo de exilio, sino como eje transversal en su propia creación literaria. “Ay señor la pobre siendo tan niña lo que le tocó vivir”, pensaba mientras ya le quitaba el wifi al móvil pa echarme a dormir tranquila sin esos mensajitos de wasap que te llegan a las diez de la noche. Al día siguiente, empecé a leer aquella novela publicada originalmente en 1958 y definida en prensa y varias sinopsis como la primera obra escrita en castellano sobre la Guerra Civil y las cárceles franquistas. Con puño y letra de una autora isleña por partida doble.
Supongo que nadie cuenta con una preparación previa a la lectura de “El Barranco”, por muchas reseñas o artículos que veas en internet. Nadie con una sensibilidad histórica y con un mínimo de empatía hacia las víctimas del franquismo, me refiero. Recuerdo que me hice una agüita de tomillo de la huertita que tiene mi tío Bernardo entre Buenavista y Los Silos, como casi todas aquellas tardes atípicas y confusas, y abrí el libro:
“Hoy empezó la guerra. Tal vez hace muchos días. Yo no entiendo bien cuándo empiezan a suceder las cosas. De pronto se mueven a mi alrededor y parecen personas que conocía de antes. Para mí, que no sé pensar, la guerra empezó en la casa de abuelo”.
(Tejera, 2016: 35)
Pffff. Nada más fue abrirlo y ya me emocionó lo suficiente como pa echar el cuello hacia atrás y cerrar los ojos. El personaje protagonista, que a su vez es quien narra la historia, es una niña pequeña que consigue construir, pese a su inocencia e ignorancia, lo que está presenciando a partir de julio de 1936 y viviendo en La Laguna, un retrato descarnado de las consecuencias de la Guerra Civil en Canarias. Y que vive, como la autora, la detención, juicio y encarcelamiento de su padre por razones políticas. Por ser “rojo”, esa dolorosa palabra que hizo que durante generaciones se dijera “colorado” en su lugar para definir cualquier cosa que fuera de este color. Miedo, incertidumbre e incomprensión es el potaje de emociones que empezará a revolverse dentro de su cuerpito. Algo similar a lo que yo, y millones más de personas, estábamos experimentando aquellos días y noches separadas de nuestro entorno afectivo a causa de, tal y como decían por las noticias sin descanso, una “guerra invisible” contra un bicho microscópico. “Trinchera”, “batalla”, “guerra”, “soldados”, “victoria”, “caídos”, y más términos bélicos eran los que escuchaba y leía sin descanso en medios de comunicación para describir la crisis sanitaria. Y el vecino encima con su puñetera pistola de balines pum pum pum apuntando hacia la nada como si quisiera matar al virus que flotaba en el aire. Pues así seguí leyendo “El Barranco”, entre agüitas de tomillo que pasaron a ser de tila cuando experimenté los primeros ataques de pánico después de treinta y dos días en casa escuchando aquellas voces de la televisión sonando de fondo como cuando vas en la guagua y te sientas alante y no sabes quien habla detrás tuyo.
La niñez y el miedo
Mi abuela Saro, empadescanse, falleció cuatro meses antes del inicio de la cuarentena y ochenta y seis años después de nacer en una casita con suelo de tierra a los pies de un risco. En Los Silos (Daute) se crió y creció y, como la niña de “El Barranco”, vivió el miedo a los disparos y las detenciones nocturnas de familiares y conocidos siendo apenas una cría. La guerra marcó su infancia para siempre. Así nos contaba a las nietas las ocasiones que tenía que salir corriendo a la zorrina cuando su padre, mi bisabuelo, la avisaba de que llegaban los grises a tocar en la puerta de su casa. “Pasen, pasen y comprueben ustedes mismos que no hay nada que llevarse”, les decía muy astuto mi bisabuelo Daniel sabiendo que Sarito ya había escondido bajo una manta la piña de plátanos que conservaban en el patio. Y los franquistas se iban sin entrar, convencidos por la confianza y aparente tranquilidad de la familia. O cuando todas las mañanas de reyes también nos contaba que los regalos de su niñez eran una naranja o un paquete de galletas que además tenía que compartir con sus hermanas y hermanos. “Ay señor, abué, qué cosas tuviste que vivir siendo tan niña”, pensaba mientras leía aquel libro y me dolía también su ausencia.
Sacarle ahora las tripas al libro tratando de resumir su contenido me parecería de muy poca utilidad, porque ocuparía líneas sin la capacidad de explicar de una forma global como la historia se articula a partir de los matices, sucesos, experiencias, recuerdos, sensaciones y pensamientos de esta niña. Si no lo han hecho, lean “El Barranco”, háganme caso aunque solo sea esta vez. No quiero ni destripar su título. Hasta que leí la novela pa mi un barranco solo era aquel lugar enfrente de la casa en la que me crié en Buenavista y al que iban a fumar porros por la noche los kinkis de clase que yo los veía desde el balcón, o a meterse mano Ayoze y Nerea después de haberse estado dando la boca toda la tarde en el parque del poli. “Como yo me entere que vas pal barranco te rompo los besos y no sales más”, me decía mi madre cuando con diez años me venían a buscar mis amistades del pueblo para salir a tirar la tarde haciendo el pinga. Y al final íbamos porque éramos conscientes de que era el mejor lugar para no aburrirse. Ya sea espiando a otras personas habituales del lugar como rebuscando entre la vegetación para encontrar cosas que se tiraban a su cauce. Los barrancos son como la memoria, por mucho que te impidan adentrarte en su profundo y desordenado entorno terminarás metiendo el jocico en un lugar que te llama. Eso mismo plantea Nivaria Tejera con lo que pienso fue una retrospección a su propia infancia y a lo que le sucedió a su papá por estar en el lado de “los vencidos” en esa historia que se escribió a partir del primer disparo para defender un golpe de Estado militar y fascista.
“Guerraguerraguerra. Esta palabra va a romperme. Tengo miedo y es ella que vigila (…) ¿Y ahora qué? Me siento como si fuera mayor. Una guerra puede detener a los niños. Aunque los niños no luchan, no tienen prisión y dura más. Los niños pueden esperar”.
(Tejera, 2016:47)
Nivaria Tejera y la historia reciente de Canarias
Una novela fundamental para entender la historia reciente de Canarias desde una visión muy particular, la de una chinija, y las consecuencias sociales, económicas y afectivas que tuvo la guerra. Termino de leer “El Barranco” con los ojos enrojecidos a finales de abril, con un mes y medio de duración de cuarentena. Me pregunto qué pensaría Tejera si estuviera viva aún, ya que falleció en 2016, y presenciara el tratamiento mediático con carácter bélico de la pandemia. Si mi abuela Saro también estuviera viva sentada en la esquina del sillón como hacía a diario con las manos tiesas por la artrosis. O si las miles de personas enterradas como “desechos” o tiradas al mar después de haber sido asesinadas por el franquismo pudieran decir algo al respecto. “Ustedes no saben lo que es una guerra”, parece que escucho decirles desde las entrañas de estas islas y las profundidades del Atlántico. Pero a la memoria, como a los barrancos, no hay que tenerles miedo. Únicamente saber que, en ambos casos, conocerlos y adentrarte en su maleza no te va a dejar indiferente: que te encontrarás con escenas inesperadas, con “tesoros” escondidos bajo las zarzas y el rabo de gato y, en ocasiones, cualquier otra posibilidad ante lo desconocido. Y como compañía en esta excursión nadie mejor, sin duda, que Nivaria Tejera.
Bibliografía:
- Tejera, Nivaria. (2016) El Barranco. Edición de Antonio Álvarez de la Rosa. Biblioteca Atlántica, 2, Islas Canarias