Llegué al portal de aquel bloque de edificios, ubicado en un conocido barrio chicharrero, cargando con mi cámara NIKON, un trípode, una grabadora de voz que me habían prestado y muchos nervios encima. Subiendo las escaleras sentía que me adentraba en otro mundo distinto al que conocía fuera de ese portal, como Alicia cuando se metió en la madriguera del conejo blanco. El color malva de las paredes, los zócalos decorados y aquellos revestimientos de escayola blanca que adornaban las paredes de las zonas comunes del edificio me conducían a una puerta cerrada. “¡Ya voy!”, fue lo que oí al otro lado tras tocar el timbre, intentando sobreponerse a los ladridos de un perrito exaltado. Al abrir de golpe la puerta de su casa, con una gran sonrisa e invitándome a entrar, sentí que aquella tarde no la iba a olvidar nunca. Y es que es muy difícil olvidar el día que conoces a Marcela Rodríguez Acosta.
Marcela Rodríguez: la reina del barroquismo y del “barrioquismo”
Habíamos acordado que fuera a visitarla ese día porque yo me encontraba en pleno proceso de grabación del documental que un año más tarde se comenzó a proyectar y presentar públicamente. Una persona en común fue la que me dijo “si estás haciendo un trabajo sobre la represión franquista que sufrimos los maricones, travestis y bolleras de Tenerife, tienes que hablar con Marcela”. Y así fue. Aquella tarde de 2016, con un cafecito previo para espabilarnos, Marcela Rodríguez se convirtió en una de las cuatro protagonistas de “Memorias Aisladas” (1). Ella tenía muy claro dónde quería ser grabada: sentada en uno de sus sillones isabelinos y acompañada de una de las muñecas de porcelana a las que ella misma le confecciona sus ropitas y accesorios. Toda su casa está decorada con un gusto barroco.
No faltan portarretratos labrados que cuelgan en las paredes, figuras de querubines que observan todo lo que sucede con ojos curiosos, y espejos, muchos espejos. Me preguntó si me había percatado de cómo había decorado las zonas comunes de su edificio, que eso había sido una propuesta suya, y que todas las vecinas y vecinos estaban encantados con ella. Porque Marcela Rodríguez es todo un icono chicharrero, una mujer que ha logrado darse a conocer por todos aquellos barrios de la capital donde ha vivido o frecuentado. Sólo hay que salir con ella por la calle, ya sea por su barrio de Los Gladiolos o acompañándola al Mercado de África o al rastro, para comprobar como todo el mundo la detiene para saludarla y hablar con ella. “La Marcela”, como se la conoce popularmente en Santa Cruz, no es sólo reina del barroquismo, también del “barrioquismo”, de la historia colectiva de los barrios chicharreros.
Con tantos espejos presentes, al pasar vi mi imagen reflejada simultáneamente desde distintas perspectivas, al igual que la de la propia Marcela, quien estaba totalmente integrada en aquel contexto con su moño alto, sus largas pestañas, sus uñas rojas y sus joyas personales. Por un instante, tuve la sensación de estar entrevistando a la reina de uno de los cuentos que leía siendo chinija. Una reina que me miraba con curiosidad, analizando cada uno de mis gestos y percatándose de que las dos estábamos hechas “de la misma pasta”, como me dijo en una ocasión riéndose. Entonces, ya con la grabadora encendida y mi libreta con preguntas en la mano, apreté el botón “REC” de la cámara.
Cuando “ser” era un delito
Marcela Rodríguez Acosta nació en el año 1955 en el municipio de Tazacorte, en La Palma. Con siete años, ella y su familia vinieron a Tenerife. Cuando le pregunté por su infancia, tomó un profundo respiro y me dijo que a medida que cumplía años todo el mundo “percibía que no se comportaba como un niño”, como el “niño” que su entorno creía que era. Con apenas seis años se vistió con un traje de gitana que había cogido del vestuario de las funciones de teatro que se celebraban en el antiguo cine de Tazacorte. Así salió a la calle, con aquel “vestido color turquesa lleno de volantes como los de Marisol”, y al verla su hermana mayor la metió de nuevo en casa donde la pudo reprender a base de unas buenas nalgadas.
Cuando le pregunté a Marcela si en su juventud sufrió momentos de violencia, su primera reacción fue la de resoplar y entornar los ojos con un gesto de resignación. Esas situaciones eran el pan de cada día: estar en el Puente Serrador, en la capital tinerfeña, y tener que esquivar no sólo los insultos de quienes pasaban por allí, sino las pedradas de “niñatos” que “se juntaban y se hacían los machotes dándote una cuerada”, pero que al anochecer volvían a aparecer con otras intenciones más íntimas bajo el amparo de la oscuridad. Porque ser una mujer transexual en los años setenta y ochenta, con los últimos coletazos de la dictadura franquista y en un contexto social tan represivo, no era fácil.
En 1970, cuando Marcela tenía quince años y ya se empezaba a vestir y comportarse de un modo acorde a su identidad, la dictadura franquista aprobó la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Con esta ley, el régimen persiguió, multó y encarceló a personas como Marcela en todo el Estado español, tratadas como delincuentes por el simple hecho de “ser”, de existir. Una ley que, lejos de desaparecer tras 1975, siguió presente en el código penal español hasta finales de 1995. Yo ya había nacido antes de que se eliminase definitivamente, y eso me pone los pelos como tachas. Junto a esta ley también operó otra a lo largo de la década de los ochenta, la de “escándalo público”, que venía a reforzar el clima de represión y castigo hacia todas aquellas personas sexualmente disidentes. Pero esta vez, bajo el paraguas de una “democracia” que al parecer venía a sustituir la etapa anterior a 1975 pero que ni de lejos fue igual para toda la sociedad.
Todo esto llevó a Marcela Rodríguez a participar en la primera manifestación pública que se celebró en las Islas Canarias a favor de la libertad sexual y contra la Ley de Peligrosidad Social. Para que nos entendamos, esta manifestación es una “antepasada” de las manifestaciones del Orgullo y los actos públicos de visibilidad LGBTI que existen en la actualidad. Gracias a las decenas de personas disidentes (transexuales y homosexuales mayoritariamente) que se juntaron en 1978 en el Parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife, una semilla de lucha y reivindicación quedó sembrada para la posteridad (2).
Marcela Rodríguez Acosta recuerda que no hay que llorar, que la vida es un carnaval
En este clima de violencia estructural, institucional y cotidiana, Marcela Rodríguez (sobre)vivió, siempre fiel a su propia realidad, sin ocultar nada de sí misma. Y aunque hubiera motivos para sufrir y agachar la cabeza, ella, como muchas, estiraron el cogote y se pusieron sus mejores galas. Como si quisieran decirle al mundo “acá estamos, y no vamos a escondernos más”. Este rejo fue lo que la llevó a presentarse ese mismo año de la manifestación, en 1978, a un certamen de belleza para mujeres travestis-transexuales que celebró en el Puerto de la Cruz. ¡Y lo ganó!
“Fui la ganadora y el dueño del local me entregó una placa que todavía conservo. En esa época Miss Travesti no se promocionó ni se anunció porque todavía quedaban los restos de la dictadura en el ambiente. (…) En esos años muchas veces nos tuvimos que defender cuando nos agredían o tiraban piedras. Una vez en una pelea enorme, que me dieron un golpe en la cabeza, éramos por lo menos ocho amigas contra dos coches llenos de tíos pero yo le arranqué de un mordisco media oreja a uno de ellos. Cuando nos daban palos teníamos que responder. A veces corríamos nosotras y otras veces corrían ellos” – Marcela Rodríguez (3).
Porque si hay una frase que caracteriza a la vida de Marcela Rodríguez es la de nuestra querida Celia Cruz, “no hay que llorar, que la vida es un carnaval”. Podría decir que en su caso es un himno, la banda sonora de su vida. Porque además, para esta mujer el Carnaval chicharrero siempre ha sido todo un acontecimiento. Siente tanta pasión por estas fiestas desde que era chica, que se ha presentado durante décadas al Concurso de Disfraces Adultos de la capital, ganando en un elevado número de ocasiones. También Marcela ha sido una figura fundamental en el Coso Apoteósico o en el Entierro de la Sardina (4). Prueba de ello son los álbumes de fotos que tiene en su casa y que siempre que la visito me enseña con mucho cariño; así como la memoria colectiva de un pueblo que también la quiere.
Marcela Rodríguez ha sido el espejo en el que nuestra sociedad, la canaria, ha podido ver su propio reflejo. Un espejo que ha visibilizado la represión y la persecución a mujeres como ella, y también el coraje y la fuerza para seguir adelante, “abriendo el camino” para las generaciones más jóvenes que ya hemos nacido con muchos derechos conquistados. Yo solo tengo palabras de agradecimiento para esta mujer a la que tanto admiro. Antes de terminar la entrevista aquel día que nos conocimos, volví a verme en su gran espejo barroco. Esta vez junto a ella. Nos observamos un instante y ella me sonrió. “Ay, vuelve pronto pa que veas cómo llevo el disfraz del año que viene, que ya lo estoy diseñando”, me dijo. Y yo le respondí con un abrazo.
Notas:
- (1) El documental “Memorias Aisladas” (2016) está disponible en VIMEO
- (2) Sobre esta primera manifestación por la libertad sexual que se conoce en la Historia de Canarias ha escrito el investigador Víctor Ramírez Pérez.
- (3) Este testimonio fue extraído del artículo de investigación que publiqué en 2020 en el Semanario Crítico Tamaimos, titulado “Bellezas ‘peligrosas’: los primeros certámenes Miss Travesti de Tenerife (1978-1980)”.
- (4) En febrero de 2021 se publicó en El Día una entrevista a Marcela Rodríguez a propósito de su relación con el Carnaval chicharrero.