La poeta tinerfeña Pilar Lojendio construyó, a lo largo de sus cuatro poemarios publicados en vida, una de las voces más peculiares y desafiantes de las letras canarias.
Yo soy amiga de las palabras. Digo “amiga de” como lo dice mi abuela: amiga del queso, del bubango, de la tableta de chocolate La Candelaria que siempre está escondida en lo hondo de la alacena. Amiga de las cosas que te quieres comer. Empecé a serlo de pequeña, durante una noche calurosa: los pelos me caían sobre la frente, los tenía sudados y espesos y olían al césped del campo de fútbol de mi pueblo, a las bolas de caucho que, aunque aún no lo sabía, se me habían enterrado en los bordes de las uñas de los dedos de los pies. Mi padre, sentado a mi lado, me ayudaba a pintar un libro para colorear. Era de ‘Rebelión en la granja’; yo, en ese momento, solamente encontraba motivos para odiar dos cosas: pintar y los gallos. Pintar me cansaba la mano. Era predecible y me obligaba a estar tiesa. Los gallos podían picarme. Eran impredecibles y me obligaban a correr. Me daba asco mirarles los picos, me daba asco arrastrar el creyón por el papel, me daba asco terminar de convertir esa cresta en una cosa roja (veteada de blanco porque se me daba fatal) que después abandonaría dentro de una gaveta, adiós, gallo cochino, adiós, libro regalado, gracias, papi, te quiero mucho: se me ocurrió una cosa. Y dije, soplándome la gota que empezaba a desescalarme el fleco, pa, si nos quedan cachos despintados les ponemos colores que no vayan ahí. Verde. Azul. Canelo. Y así el machango no va a ser un gallo y solo va a existir aquí y descubrimos una cosa nueva y no nos aburrimos y nos equivocamos adrede y hacemos algo que nadie en toda la isla pueda repetir jamás: mi padre respondió vale, Aidita. Esa noche aprendí a ser amiga de las palabras (amiga de morderlas para que su jugo me tapone la garganta), esa noche entendí que saber meter colores donde te dijeron que no iban equivale a saber escribir un poema: me siguieron dando miedo los gallos. Pero no los gallos que salían de mí.
Años más tarde, despatarrada en una silla de la biblioteca de mi pueblo, leí ‘La lengua del gallo’ (1984) de Pilar Lojendio. Pensé en esa noche. Lo pensé por los gallos, por supuesto, pero también porque entendí que, si existen unos pies que gallean, existe cualquier cosa: ciertas poéticas extienden nuestros límites hasta donde los límites dejan de significar. Porque una palabra en su sitio puede ser inofensiva; una palabra a la que se le ha inventado uno (con creyones verdes que rellenan huecos, con lo que el cuerpo deja caer si no te lo miras), sin embargo, picará siempre. Me siguieron dando miedo los gallos. Pero no los gallos de Pilar Lojendio.
Pilar Lojendio
Pilar Lojendio nació en Santa Cruz de Tenerife en 1931. Falleció en 1989. Aunque ya llevaba tiempo escribiendo poesía (desde los 15 años) y en contacto con la vida cultural de la isla, cuatro de sus poemas vieron la luz por primera vez, en 1954, en la revista ‘Gánigo’. A partir de entonces, publicó en medios de ámbito regional y nacional como ‘Mujeres en la isla’, ‘Alaluz’, ‘Gaceta semanal de las artes’, ‘Caracola’ y ‘Tagoror literario’. Hasta la década de los 70, su participación en eventos culturales fue constante: frecuentaba el Ateneo de La Laguna y el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz. Además, se interesó por la investigación de la obra de otras autoras canarias. Pino Ojeda, Josefina de la Torre y Victorina Bridoux fueron, entre otras muchas, escritoras de su interés. En 1969, su poemario ‘Almas de piedra’ recibió el premio Julio Tovar de Poesía. Es autora de los libros ‘Ha llegado el esposo’ (1964), ‘Tres poetas’ (1970), ‘Almas de piedra’ (1970) y ‘La lengua del gallo’ (1984), así como de las obras póstumas ‘Invierno de la piel’ (1990), ‘Te busco desde la aurora’ (2004) y la reciente ‘Poesía completa’ (2021), incluida en los nuevos volúmenes de la Biblioteca Básica Canaria.
A pesar de que se preocupaba por la investigación y la recuperación de la obra de sus predecesoras (preguntándose públicamente, en ocasiones, qué les habría animado a escribir, cuántas de ellas habrían temido publicar), la poesía de Pilar Lojendio, aunque cercana a la vanguardia surrealista, no puede ubicarse dentro de una corriente concreta: leyendo sus cuatro poemarios publicados en vida, vemos la evolución de una poeta que, rebosante de imágenes cálidas, corporales y eróticas, construyó una poética inundada de juego. De vetas de colores entre los fallos que surgen al pintar: los poemas de Pilar Lojendio, rítmicos como el canto de un ave (y ella dice: “necesito morirme para resucitar en la pluma de un ave”), nos arrojan una mirada que se deja ensuciar por lo mirado, que, explicado con dos de sus versos, logra “unir la plata y el diamante/con la raíz de la piedra”. Leerla es asistir a una voz que prueba su propia resonancia. Es entrar en un poema del que no se sabe nada: nunca se entra sabiendo, por supuesto, pero, en el caso de esta poeta, los poemas se convierten en caminos que aún no ha transitado nadie y sobre cuya apariencia, por lo tanto, podemos fabular. Pilar Lojendio escribe: “amasé con el trigo de mi cuerpo/un pan pequeño/y avara lo guardé/y lo tapé con rosas”. Yo (que tecleo esto sentada en una terraza llena de tierra) siento que, al leer esos cuatro versos, doy una vuelta entera. La escritura de esta poeta no está hecha de los olores del cuerpo: está hecha de la voluntad de contarle tu olor a quien, aunque deseas con todas tus fuerzas que te huela, no puede hacerlo. Con esa fuerza puede hablar del abrazo (“te sé desde que eras solo deseo”) y de la violencia (“tu cuerpo está mustio del trabajo del día/pero debes reponerlo antes que oigas su voz/en la terraza”).
Cuerpo
“No cantaba por cantar, no/cantaba para mí”. Pienso mucho en esta idea. A lo mejor porque tuve que convencerme a mí misma para pintar dibujos de gallos prometiéndome que iba a ponerles colores que no tocaban. Cuando leo un poema, pienso en la creación del poema. De una forma parecida, supongo, a cuando Pilar Lojendio se preguntaba en una entrevista por qué escribían sus predecesoras. Yo intento descifrar, al leer, qué hay del cuerpo que escribe en lo que escribe; intento encontrar rastros entre las imágenes, fantaseo con saber qué palabras habrían sido distintas si el deseo, por ejemplo, hubiera estado orientado hacia otra parte durante el momento de la escritura. Por eso me tranquilizan las voces poéticas que se integran a sí mismas en la creación; las que cantan para ellas, usando el verso de Pilar Lojendio. La etiqueta de “poesía intimista” ha caído sobre las autoras como un saco de arena que les prohibía (o, con suerte, solamente les impedía) el movimiento. Solemos recurrir a ella cuando una autora abandona la idea de que lo escrito es una entidad que se desprende, sin rastro alguno, de quien escribe: por esto, quizá, entendí como intimistas, al principio, los primeros poemarios de Pilar Lojendio. Era la etiqueta que tenía a mano, el creyón que tocaba en ese momento, el fluido lógico de la glándula por la que me enseñaron a sudar: me la niego ahora, sin embargo. La poesía de Pilar Lojendio habla del cuerpo, del deseo, se da forma con los sentidos, con la peculiaridad de una mirada que se deja cantar, juega con la ternura, con la violencia, a veces con los ritmos propios del desbordamiento, plantea imágenes como “cuando el cuerpo se te arrastra/y te lloran los poros y la sangre”, se niega en ocasiones después de afirmarse, y huele, y se toca, y deja los dedos impregnados de la misma tierra que suaviza las yemas cuando acaricias una ventana sucia. Me niego el término “intimista” porque, aunque creo en reivindicarlo y en arrancarlo de la simbología patriarcal, caí en el uso contrario a esto: estaba usándolo para calificar una voz que, simplemente, desafía “lo femenino” siendo, precisamente, femenina. Con su forma de colorear los entresijos de las plumas de los gallos, Pilar Lojendio se aleja de lo que se les pedía a las mujeres, pero también de lo que se les pedía a los hombres.
Gallear
“Sin permiso/ya gallean tus pies”. Esto lo leí, como decía antes, sentada en la biblioteca de mi pueblo. La madera del piso crujiéndome debajo. Pensé ¿qué es gallear? Y recorrí, quieta y sola, un poemario de Pilar Lojendio (el último que publicó en vida) en el que, en lo que me parece una culminación de cosas que ya aparecían en sus obras anteriores, todo se cruza. Las palabras se dislocan (ella dice, precisamente: “y tu pelo y la mirada se dislocan/porque el cielo no es de todos”). El gallo, algo que yo odiaba, adquiere significados que ni siquiera hay que preguntarse: unos pies gallean. La poeta desea “ser paloma ser el gallo/ser el gallo ser el gallo”. Y la rama del gallo se puede quebrar. Y “navegas a ser gallo/navegas a jugar de gallo”. No necesité, en esa primera lectura, saber qué era el gallo: lo miraba como miré unas plumas de colores pintadas por mí, entendí que la poesía conjuga sentidos que, por no deber estar, están con más fuerza, me mojé de una voz poética que desencaja las palabras y les inventa un sitio y extiende nuestro contorno para que abarquemos la posibilidad de decir “tus axilas llamean mi cara”. De pensar “la culebra flor se te estremece/flor arriba cuerpo abajo cuerpo flor”. De sentir “porque cada mañana/es temperatura y ser/y cada mañana es mañana/y cada mañana es amor”. Cruzar palabras en un poema no es solo cruzar palabras: es tener la generosidad de permitir que alguien habite, durante el tiempo de lectura, eso que solo nosotras, desde nuestro deseo y nuestro cuerpo, somos capaces de ver, de convocar. Es escribir contra lo que se nos pide y contra lo que nos pedimos. Es cantar para una. Y cantarle a quien, a través de ello, se vuelve amiga de las palabras. Como yo, que empecé a serlo pintando gallos y lo fui más intentando atrapar los de Pilar Lojendio. Mirando cómo se me escapaban de las manos: sabiendo que debía ser así, yo entre estanterías que olían a polvo, yo acogida por estos versos que me hablan, precisamente, de dislocación, de duplicidad y de fuerza: “para hacerlo llegar a la llanura/tendré que estarme sola acompañada/solamente estaré si sé que vivo”.
Bibliografía
- Lojendio, Pilar (1984). ‘La lengua del gallo’. Santa Cruz de Tenerife: ACT/Poesía.
- Lojendio, Pilar (2021). ‘Poesía completa’. Santa Cruz de Tenerife: Gobierno de Canarias.