Mis primeras tardes con Teresa condujeron como un largo acorde de sol sostenido a mi última tarde con Teresa. La primera forma parte de mi memoria sin Teresa antes de inaugurar una memoria compartida, como el principio de la novela de Marsé y la frase final de Casablanca. Corría el mes de junio del año 2013: la fotógrafa y artista visual Teresa Correa (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) exhibía la muestra individual Habitar el fuego en la Galería Saro León, conformada por una serie de cinco imágenes en gran formato y un texto poético que bailaban en la línea que desdibuja la oscuridad y la luz, como quien recorta sus propios claroscuros en el fondo de un espejo.
Entonces yo era una periodista en ciernes de 23 años que debutaba en el periódico con tantas ganas como miedos y me parapetaba detrás mi libreta inflamada de preguntas. Recuerdo que el fuego de Teresa en la pared me devolvió el reflejo de mi rostro en el centro de la hoguera y, como sucede cuando el arte rompe de un hachazo la tela del invernadero, su obra abrió una jaula dentro de mi piel y grabó su nombre en mis entrañas.
El mapa de los pasos de Teresa
Ahora que desando esta cronología de encuentros constato que todas mis tardes con Teresa, incluso la primera sin Teresa, han transcurrido en los espacios que apuntalan el mapa sentimental de su trayectoria artística: después de la Galería Saro León, donde ha expuesto en numerosas ocasiones de la mano de su artífice y, sobre todo, amiga, desde su sede en Villavicencio hasta bienales de arte en Seúl o Miami, mis tardes sucesivas con Teresa han agotado horas en los pasillos de El Museo Canario o el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM). En ambos espacios del casco de Vegueta, custodios del patrimonio histórico y el diálogo contemporáneo en el nudo de las islas, Teresa explora los depósitos de la memoria colectiva, estudia sus reminiscencias y cuestiona sus relatos hegemónicos para plantear otras narrativas posibles, que recontextualiza y desvela en el espacio libre y polisémico del arte.
Su mirada de alcance universal es una búsqueda apasionada de formas y lenguajes fuera de los marcos, donde escribe su propia contrahistoria en la órbita de un horizonte de simetría que confronta distintas disciplinas y sus límites, moldes y confines y páginas arrancadas. Su Díptico de la especulación (2016), del latín speculum, que significa “espejo”, descose el discurso científico y destrona sus axiomas para proyectar sus posibilidades en el espacio expositivo del museo, toda vez que su fotografía Madre (2003), obra inaugural de su proceso creativo y de investigación antropológica, como una madre fecunda que hilvana todo su universo como artista, mimetiza la morfología de este cráneo aborigen ancestral con el suyo, como un vestigio eterno del polvo que fuimos y que somos. Y esta simetría es siempre feminista, porque siempre defendió que ese horizonte que se extiende más allá de la retícula solo puede redibujarse bajo la luz de esa misma noción de horizontalidad, con nuevos espacios en la charca que equilibren una línea de salida sin viejos privilegios.
De pájaros y flores
A vista de pájaro, los códigos de Teresa cifran un mapa artístico personal que reinterpreta en su leyenda el sentido de la imagen, la memoria, la identidad o el tiempo, que concibe siempre en sus dimensiones de multiplicidad, contradicción y movimiento perpetuo. Una equis en la cartografía de sus pasos artísticos en su tierra natal marca en rojo el espacio CAAM-San Antonio Abad, en la plaza homónima del casco, entre cuyos muros se erige la vetusta mansión que adquirió su bisabuela, Catalina Gómez Suárez, en 1907, y donde, un siglo y una década después, la artista inauguró la exposición Hablando de pájaros y flores, bajo el comisariado de la fotógrafa y también amiga Raquel Zenker. Esta sumersión abisal en el imaginario artístico de Teresa desvelaba la memoria íntima como un trasunto simbólico de la memoria colectiva en los carriles de sus procesos de investigación en el Museo Canario. Una de sus instalaciones más rotundas es la pieza Umbral (2017), que emula el rito del enterramiento de los aborígenes canarios a través de una construcción de huesos humanos desclasificados, como un pozo de la memoria que entrevera los discursos del patrimonio arqueológico, el discurso científico y el poder transformador del arte.
Pero su más bella metáfora coronaba el recorrido expositivo bajo el título Tránsito (2017), broche alegórico de una artista siempre en movimiento, con una gran videoproyección sobre cortinas budgetstring inspirada en la técnica de retratos compuestos, acuñada en 1878 por Herbert Spencer y Francis Galton, primo de Darwin, donde proyecta una sucesión de rostros y bustos que cuestionan el estigma de la racialización y lo diverso. La lluvia de temporalidades de Tránsito invita al espectador a traspasar la persiana de imágenes donde la artista, además, intercala su propia fotografía, en la que descubre valientemente la cicatriz del cáncer. Recuerdo que Teresa describió Tránsito como “una invitación a ser el lugar de la imagen y posicionarse” y que, entonces, pensé que Teresa no solo es una artista que habita el fuego, sino que lo atraviesa y renace en sus llamas como el ave fénix.
El fuego de la memoria
El mes de junio de 2021, ocho años después del primer fuego, el director de la Casa-Museo León y Castillo de Telde, Franck González, me propuso retomar la coordinación del ciclo Más que musas, basado en una serie de homenajes a distintas mujeres que han desempeñado una labor destacada -y silenciada- en el ámbito de la cultura y el arte en Canarias, con la vocación de restituir, en cierta medida, esa página arrancada que ha sido y sigue siendo el papel de las creadoras en el relato de la historia del arte universal. Cuando marqué, sin pensarlo, el nombre que prendía en mis entrañas, le propuse a Teresa Correa celebrar el encuentro en la víspera de San Juan. Y me dijo que sí, “como dos brujitas de la mano en la noche de la fogalera”. Entonces me abrió un nuevo capítulo en el mapa de sus pasos y supe que Telde, patrimonio de brujas y de hogueras, aloja la raíz de su estirpe materna. Durante aquellas tardes vicarias con Teresa rescaté muchas piezas del puzzle de una artista que nunca se termina: el amor por los procesos más que por los resultados, la conciencia de la finitud que carga de sentido nuestras vidas, el simbolismo del fuego como ritual purificador.
Conversación de WhatsApp con Teresa Correa:
16/6/21.
17.38h. Nora, ¿tú crees que Franck nos pueda poner en el patio un pequeño bidón donde podamos quemar papelitos escritos con lo que queramos que arda?
17.43h. Ay Tere, eres genial!! Pues se lo pregunto ya mismo porque me encanta la idea.
17.44h. Nos va a matar (seguridad, etcétera), pero la ocasión no puede pintar mejor y hacemos un ritual!!
[Conversación breve y épica con Franck: ¡Peeeeero Noooora!]
18.00h. Tere, acabo de hablar con Franck y pasa de nosotras, que le quemamos la casa dice. ¿Pensamos alternativas?
18.01h. Jaja, me lo imaginaba. Pensemos…
Mi última tarde con Teresa en su homenaje en la víspera de San Juan nos embarcó en un viaje en escoba por las constelaciones de una artista que sigue buscando el vuelo de su libertad en la próxima fotografía. El fuego de Teresa conjuró a su alrededor todos los nombres de su mapa, iluminada por una hoguera virtual avivada por el cineasta y también amigo Miguel G. Morales en pantalla grande, y una llama compartida con la que alumbramos un ritual propio de la noche mágica. En cada asiento de la sala, colocamos una hoja en blanco junto a un lápiz como símbolo de esas páginas arrancadas en el relato desigual de la historia, constreñida bajo la sombra del canon heteropatriarcal, donde invitamos a que cada asistente inscribiera el nombre de una mujer o mujeres que hayan marcado nuestras vidas o abierto nuestras jaulas.
Como anfitriona del rito, Teresa describió la promesa de recomienzo, nacimiento y libertad que entrañan las hogueras de San Juan y que atesora como una ceremonia íntima porque, en su reencuentro con la luz en la hora más oscura de épocas pasadas, el fuego vino a alumbrar la noche. “Reivindicamos este fuego purificador y de la memoria, que viene a rescatar de las cenizas a todas las mujeres que fueron arrojadas en algún momento a ese otro fuego devastador y del olvido”, manifestó. Los nombres revividos en las páginas de nuestro encuentro se depositaron en un pequeño cofre que, a modo de objeto artístico, cerramos para siempre antes de despedir (e inaugurar) la noche.
– Oye, Tere, quédate tú el cofre, le digo antes de marcharnos.
– ¿Yo, Norita? ¿Y tú?
– Yo me quedo con los lápices.
(Sorprendentemente, cada uno de los presentes devolvió el suyo).
Un mes después de mi última tarde con Teresa, inicié una mudanza a una casa más grande (una mudanza también entraña, en cierto modo, un recomienzo). Una de mis primeras adquisiciones consistió en una nueva mesa para escribir en la habitación propia, donde deposité un tarro de miel que mi madre me pintó de color verde esmeralda, y en el que hoy asoman 30 lápices de Staedtler. Cada vez que observo esas 30 puntas mirando al cielo, me pregunto cuántas historias caben dentro de un lápiz, si una vida entera alcanza para gastar 30 lápices en relatos, crónicas, anotaciones, nombres, versos, cartas, testimonios, ideas o memorias. Y yo espero agotarla al mismo ritmo que el grafito contra la hoja en blanco y el olvido.