Eternamente, Yolanda Graziani

Cuando contemplo los paisajes lunares, celestes y telúricos de Yolanda Graziani, la pincelada realista de lo desconocido y la verdad oculta de lo soñado, recuerdo aquella reflexión del escritor polaco Stanislaw Lem en una de sus novelas cumbre, Solaris, que reza: «No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos». Entonces regreso a esos lienzos siderales, a la piel rocosa de sus astros, las regiones en sombra de sus cráteres y el enigma líquido de sus lunas, y me pregunto si los cuadros que ha pintado Yolanda a lo largo de su vida pertenecen a otros mundos o si son, en el fondo, sus espejos.

La artista ha contado en numerosas ocasiones que pinta las constelaciones que bailan detrás de sus párpados. «Cuando cierras los ojos y ves ese paisaje que parece real, pero no lo es: esa es mi pintura. Nunca copio nada, porque todo está aquí dentro», revelaba la pintora nonagenaria en 2019, los pinceles ya depuestos, pero la misma llamarada en el centro de la retina, que imagino proyectando nebulosas y asteroides piel adentro, como los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina en el cielo de sus mundos.

Nacida en 1926 en Las Palmas de Gran Canaria, en una familia de 13 hermanos y hermanas de ascendencia italiana -su padre, Agustín Graziani, de Ravena; su madre, Blanca Rosa, de Venecia, emigrados en 1913 y afincados en Teror-, la obra artística de Yolanda Graziani ha sobrevolado tejados, firmamentos y planetas desde la década de los 60 del pasado siglo XX, pero su nombre se desdibujó bajo el techo opaco que obturaba entonces cualquier gloria en femenino. Podría decirse, incluso, que la brecha inauguró y marcó su ascenso en el -desigual- mundo del arte cuando, en 1962, respaldada por sus amigos Rafael González, Felo Monzón y Carlos Morón, presentó un tríptico a la décima edición de la Bienal Regional de Las Palmas, en el Gabinete Literario, donde fue galardonada con el gran Premio de Honor por unanimidad del jurado. Sin embargo, los recelos por parte de numerosos participantes, que desdeñaron su designación por tratarse de una pintora recién iniciada, provocaron que la distinción se relegase finalmente al denominado Premio Conjunto Pintura. «Ahí empezó todo», rememora la artista, entre la alegría y la pesadumbre. Pero solo un año después, Yolanda cortaba la cinta roja de su primera exposición individual en el mismo Gabinete, con el patrocinio del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria. Apenas acababa de estirar los primeros rayos en el amanecer de su carrera artística, que se prolongaría durante más de medio siglo con exposiciones en galerías y salas de arte de todo el mundo.

Yolanda Graziani: alma atormentada y soñadora

Pintura libre y subversiva, ajena a escuelas y corrientes, con un poderoso e hipnótico dominio formal del surrealismo hiperrealista; tal vez su búsqueda de otros mundos no fuera sino el espejo de la búsqueda propia y ese proceso entraña huidas, extravíos y muertes: «Cuando se toca el fondo, aparece la forma», en palabras del escritor cubano Lorenzo García Vega. «Cuando se trata de llegar al fondo de uno mismo, de nombrar algo que no tiene nombre, de decir lo que no se sabe decir, en ciertos estados extremos; de angustia existencial o de enamoramiento, de extrañeza ante el mundo o ante la propia identidad», escribió el poeta argentino Mariano Peyrou. Esas formas recortan las cimas y precipicios del estado de ánimo de Yolanda, alma atormentada y soñadora que florece y naufraga en un mismo desierto, y que la artista pinta con el color de sus emociones. «Su obra es una auténtica confesión», expuso la historiadora del arte e investigadora Laura Teresa García Morales, una de las conocedoras principales de un universo plástico que conmocionó a numerosos artistas internacionales consagrados como Salvador Dalí, quien vio en la artista grancanaria a un ser de otro mundo, a un animal de galaxia, como reza la canción de Silvio.

En su primera etapa, la tristeza intrínseca de la artista se proyecta en sus denominadas pinturas negras, que conforman un camposanto de cuevas criptas catacumbas cenobios y castillos en tonos grises y fundidos a negro. Su magnífico lienzo Noche de difuntos, dedicado a la pérdida de un ser muy querido, se erigió en el primer cuadro que vendió en Madrid, en el marco de su primera exposición en la capital, en la sala Nebli, en 1965. Un año después, el vuelo de Yolanda Graziani cruzó fronteras hasta la tierra de sus ancestros, con un intenso itinerario expositivo en galerías de Roma, Faena, Florencia y Venecia. En esta última, donde expuso tres cuadros como parte de una gran muestra colectiva, la llamaron para comunicarle que sus obras fueron las más celebradas. «Mi tristeza es oscura, muy oscura», confiesa Yolanda en un susurro. «Pero cuando estoy nerviosa o inquieta, pinto en rojo», añade después, con las manos extendidas hacia arriba, las contraventanas de sus ojos de par en par. «Luego, en etapas más tranquilas y espirituales, trabajo con el blanco y, cuando he estado romántica y enamorada, uso los colores pastel». «Y los cuadros me salen mal, muy mal, o demasiado bien, porque no tengo término medio», sostiene. «Yo he tirado muchísimos cuadros, los he roto, los he quemado, pero he vendido todavía muchísimos más, porque yo, que no lo tuve fácil por mi carácter y mi tiempo, he pintado más de 2.000 cuadros y, sobre todo, me he podido permitir vivir de mi arte».

Llenó la luna con el pensamiento

A estas primeras variaciones anímico-cromáticas le suceden nuevas coordenadas pictóricas con sumersiones a fondos marinos abisales y excursiones a geografías interplanetarias en gran formato, que alcanzan su obra cumbre con sus paisajes lunares. Pintados entre 1964 y 1970, la artista no solo evoca la luna envuelta en atmósferas oníricas sino que, además, inventa sus cráteres, mesetas y coladas basálticas como si hubiese habitado sus misterios en alguna vida anterior. En verano de 1968, Mr. H. William Wood, entonces director de la Red de Estaciones espaciales de la NASA, seguidora del Proyecto Apolo 11 que, un año después, llevó al ser humano a la Luna, visitó la estación espacial de Maspalomas, en Gran Canaria, que coincidía, en el extremo opuesto de la isla, con la celebración de una exposición antológica de Yolanda Graziani en el Museo Canario, que obtuvo una importante repercusión en el mundo del arte local. Cuando Wood recibió uno de los catálogos de su obra, el norteamericano pidió ir a conocer personalmente a la artista a su estudio en Las Palmas de Gran Canaria. A su juicio, los cuadros de Yolanda traducían con asombroso realismo “el extraño e indefinible mundo de color que reflejan las fotografías de la Luna. Un mundo de color ambiguo, amortiguado, espectral, y casi inexistente. Un anticolor”, a lo que añadió poco después que «Yolanda llenó la luna con el pensamiento antes de que los astronautas aterrizaran en ella».

Aquel mismo año, Yolanda visitó a Dalí en su residencia en Cadaqués, donde realizaron una performance juntos en que la artista lucía un outfit de diseño escogido por el surrealista. “Y con lo presumida que una era y sigue siendo”, ríe Yolanda al recordar aquella noche. Dalí quedó prendado de su obra y declaró que “la técnica de Yolanda Graziani es prodigiosa, su fantasía te hace ver esos mundos alejados para las personas corrientes, pero que existen, en la Luna, en el cosmos, y que es solo dado a ver a los elegidos”. Por su parte, la artista manifestó que “Dalí tenía dos personalidades, la excéntrica que mostraba en público y la sensata que dejaba ver en la intimidad”. También cuenta que le propuso montar una exposición conjunta, pero que no se llegó a celebrar porque su madre enfermó. La artista permaneció un año entero sin sentarse ante un lienzo.

Sin embargo, Yolanda Graziani siempre regresó a los pinceles y colores de sus mundos, aunque la angustia mordiese en silencio y el olvido cerrara las puertas de las habitaciones propias, como le sucediera entonces a grandes artistas coetáneas como Lola Massieu o Pino Ojeda. Pero Yolanda continuó pintando espumas del Atlántico y minerales de las entrañas de la tierra con esmaltes, tintas y lacas, aun cuando estas últimas la intoxicaran gravemente, y se viese impelida a explorar nuevos medios y caminos. “Yo he pintado hasta desmayarme y caerme y no poder más, como un descenso a los infiernos”, confiesa.

Donde el dolor reposa

Con todo, si nos conformamos con este único mundo, Yolanda Graziani lo ha habitado desde muchos otros que han dado la vuelta a su circunferencia para incorporarse a colecciones particulares en España, Estados Unidos, Suecia, Italia, Suiza, Hispanoamérica, Francia e Inglaterra, así como a colecciones públicas que engloban desde Canarias a Italia, Japón o Miami.

Su estado de salud, cada vez más frágil, le arrebató los pinceles en estos últimos años y la artista, siempre inquieta, se dispuso a ordenar poemas que ensayaba en privado y donde ejercitaba una suerte de écfrasis a través del yo. Este material poético, que cultivó en el envés de su arte, vio la luz el pasado 2018 bajo el título Sueños de bruma espesa (Mercurio Editorial, 2018). Aunque su memoria se debilita a cada paso de estación, aún recita verso a verso su poema Mi Pintura:

“Mi pintura es el reflejo del alma / dolor del espíritu cansado / de vivir constante amargo / es la entrega a la amargura donde nace y muere a cada instante el ansia y la angustia más pesada / de mi vida atormentada / son pinceladas y colores que reflejan mi paz lejana / mi nostalgia más cercana / es agonizar a cada paso / es tan triste cuando me preguntan qué son esas manchas negras que presento / es mi yo introvertido / mi alma transportada al lienzo donde el dolor reposa / lo confieso».

Así lo escuché el pasado invierno, en una visita a su casa de Las Canteras para preparar un merecido homenaje a su trayectoria en Telde que, también por razones de salud, nunca llegó a celebrarse. Le había preguntado por su pintura, otros mundos, y le pregunté por su pintura, sus espejos.

Yolanda, ¿por qué estás triste?
Siempre fui una niña muy triste y muy melancólica. Me entristece el dolor del mundo, la muerte de mi madre, de mi querida Chona Madera y de mis hermanos… Me pone triste lo que se pierde para siempre.
¿Pintar es una forma de salvarlo o de salvarte?
Sí -contraventanas de par en par-. Pienso que, cuando todo se pierda, quedarán mis cuadros.